Ayer Sant Jordi me trajo dos encuentros inesperados. El día del libro, de la lengua y del amor es inspirador para lo que se te ocurra y siempre trae lo suyo, sin dudas.
Uno: encontré a mi amiga Eva M.
Dos: Entramos a la exposición de Art Libris, Feria Internacional del Libro y Ediciones de Arte, Fotografía y Diseño de Barcelona. Según sus propios organizadores «cerca de cien expositores entre galerías de arte y fotografía, editores de bibliofilia contemporánea y fotolibro, talleres artesanos, editoriales experimentales, librerías especializadas y escuelas de arte y diseño.
Dos plantas íntegras de dedicadas a expositores y una tercera, Pasando página, una excelente reseña de la historia del libro de artista.
Mientras el mundo digital va ocupando sus propios espacios, el libro de papel no se queda atrás. A veces a mitad de camino entre la pintura, el grabado o la escultura, otras con recursos del arte digital, o audiovisual o la simple fotocopia. Aunque sus primeras huellas quedaron impresas en los huesos tallados, las tablillas de Babilonia, papiros de Egipto, libros de oración del Tíbet, y códices. Y volvimos a encontrarlas en los surrealistas. Recuerdo haber tenido una edición de Mallarmé (Una tirada de dados nunca podrá suprimir el azar), que me proporcionaba un placer estético único y tuvo la mala suerte de desaparecer en medio de tanta mudanza. Tal vez desde allí viene mi amor a estos espacios donde la obra encuentra su sentido en el dialogo entre la forma y el contenido. Brossa, Cage, Josep Beuys, y los maestros del princip collage.
Las obras de Ruscha, la poesía concreta de los sesenta, Tapies y Brossa inician el concepto de libro de artista. Una verdadera reencarnación de los amanuenses, en este caso arriesgados creadores no solo escribas. En pleno siglo XXI y desafiando las profecías acerca de la vida del libro de papel, vemos que renace como una exaltación de su valor como obra de arte, donde texto, imagen y formato nunca han estado tan en comunión.